La historia de la vacuna antivariólica representa uno de los hitos más trascendentales en la medicina y la salud pública, al ser la primera vacuna desarrollada en la historia y la base de la inmunización activa. La viruela fue durante siglos una de las enfermedades más mortíferas conocidas por la humanidad, con tasas de mortalidad de hasta el 30% en su forma más grave (variola mayor) y un impacto social y demográfico significativo en Europa, Asia, África y América. Su erradicación definitiva en 1980 marcó un antes y un después en la lucha contra las enfermedades infecciosas.
Mucho antes del desarrollo de la vacuna moderna, diversas civilizaciones ya habían observado que quienes sobrevivían a la viruela quedaban inmunes a futuros contagios. A partir de esa observación surgieron las primeras prácticas de variolización, que consistían en inocular deliberadamente material infectado de lesiones leves de viruela en personas sanas, con el fin de provocar una forma atenuada de la enfermedad. Esta técnica se practicó desde el siglo XVI en China, donde se introducía polvo de costras secas de viruela por la nariz, y en la India, donde se realizaban pequeñas incisiones en la piel para depositar el material infeccioso. La práctica se extendió más tarde al Imperio Otomano, y llegó a Europa en el siglo XVIII, gracias a Lady Mary Wortley Montagu, esposa del embajador británico en Estambul. La emperatriz María Teresa de Austria se contagió de la enfermedad en 1767, sobreviviendo a la misma, mientras que muchos miembros de su familia no tuvieron la misma suerte. Esto hizo que se impulsara una investigación acerca de la variolización, lo que allanó el camino para la primera vacunación jenneriana. Aunque la variolización reducía la mortalidad frente al contagio natural, no estaba exenta de riesgos, ya que podía provocar la enfermedad grave e incluso transmitirla a otras personas.
El cambio decisivo se produjo en 1796, cuando el médico inglés Edward Jenner realizó su célebre experimento con un niño de ocho años, James Phipps. Jenner observó que las mujeres que ordeñaban vacas solían padecer una enfermedad benigna conocida como viruela vacuna o “cowpox” y que, tras sufrirla, parecían protegidas contra la viruela humana. A partir de esa hipótesis, extrajo material purulento de una lesión de viruela vacuna de la lechera Sarah Nelmes y lo inoculó en el brazo del niño. Tras una leve reacción, Jenner expuso a Phipps al virus de la viruela humana y comprobó que no enfermaba. En 1798 publicó sus hallazgos en la obra “An inquiry into the causes and effects of the variolae vaccinae”, donde acuñó el término vacuna, derivado del latín vacca, que significa “vaca”.

El descubrimiento de Jenner se difundió rápidamente por Europa y América. En pocos años, la vacunación reemplazó a la variolización, ya que era mucho más segura y eficaz. En 1800, el médico Benjamin Waterhouse introdujo la vacuna en Estados Unidos, y poco después comenzó su aplicación masiva. A lo largo del siglo XIX, la vacunación se convirtió en una política pública en muchos países, con la aprobación de leyes que exigían la inmunización obligatoria, especialmente en niños. La vacunación fue obligatoria en Inglaterra y Gales desde 1853 para lactantes y Massachusetts fue el primer estado de EE. UU. que, en 1855, exigió la vacuna para el ingreso escolar. En el contexto de España, la vacunación frente a la viruela comenzó pronto, con la llegada de la vacuna de Balmis en 1803. Sin embargo, hasta el Real Decreto del 15 de enero de 1903 no se estableció la obligatoriedad de vacunación frente a la viruela en caso de epidemia. Se fijaron sanciones para quienes no cumplieran, y se estableció que para el ingreso escolar o en establecimientos públicos era necesario presentar certificado de vacunación.
Durante el siglo XIX y principios del XX se produjeron importantes mejoras técnicas en la producción, conservación y transporte de la vacuna. Inicialmente, se transmitía “de brazo a brazo”, es decir, de una persona recién vacunada a otra, lo que facilitaba su expansión pero también implicaba riesgos de transmisión de otras infecciones. Más tarde, se comenzó a cultivar el virus vacunal en animales, principalmente vacas, lo que permitió una producción más segura y controlada. Asimismo, se desarrollaron métodos de conservación mediante la liofilización, que permitieron mantener la vacuna estable incluso en climas cálidos, un avance clave para las campañas en países tropicales.
En el siglo XX, con la mejora de las técnicas de vacunación y el fortalecimiento de las instituciones sanitarias internacionales, se planteó la posibilidad de erradicar completamente la viruela. En 1958, la Asamblea Mundial de la Salud propuso por primera vez un programa global de erradicación, pero fue en 1967 cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) lanzó el “Programa Intensificado de Erradicación de la Viruela”. Este esfuerzo combinó una estrategia de vacunación masiva con la vigilancia activa de casos y la llamada “vacunación en anillo”, que consistía en vacunar a todas las personas cercanas a un caso confirmado para evitar la propagación del virus. El desarrollo de la aguja bifurcada, un instrumento simple y eficiente para administrar la vacuna, fue determinante para el éxito del programa.
Gracias a estos esfuerzos coordinados, el último caso de viruela natural se registró en Somalia en 1977, y tres años después, en 1980, la OMS declaró oficialmente la erradicación mundial de la enfermedad. Se estima que solo en el siglo XX la viruela causó la muerte de más de 300 millones de personas, por lo que su eliminación constituye uno de los mayores logros de la medicina moderna.
La historia de la vacuna antivariólica no solo transformó la salud global, sino que sentó las bases del concepto moderno de inmunización y prevención de enfermedades infecciosas. Inspiró el desarrollo de vacunas contra otras patologías, como la rabia, el sarampión o la poliomielitis, y consolidó la vacunación como una herramienta esencial para la salud pública. Hoy en día, la vacunación contra la viruela ya no se aplica de manera rutinaria, dado que la enfermedad ha sido erradicada, y solo se administra a personal de laboratorio o a quienes pudieran estar expuestos a virus similares. Su legado, sin embargo, continúa siendo un símbolo de la capacidad humana para vencer enfermedades que durante siglos parecieron invencibles.
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